REGALO DE NAVIDAD




     Queridos lectores. Espero que os guste mi regalo de Navidad. Se trata de un relato corto que nos habla, con mucho humor y un poquito de ironía, de decepciones amorosas y de los riesgos que conlleva la infidelidad. 

    Deseo que paséis unas felices fiestas navideñas y que recibáis al nuevo año con alegría e ilusión.

EL DÉCIMO PREMIADO

«…Y el segundo premio del sorteo especial de Navidad ha recaído en el veintisiete mil cuatrocientos noventa y siete, número que se ha vendido casi íntegramente en…»
—¡Nos ha tocado!
El grito de Mari sobresaltó a Felipe, que había caído en un dulce sopor tras la copiosa comida.
—¿Qué… qué ocurre? —preguntó con clara desorientación y tono de fastidio. «Esta mujer siempre hace lo mismo. ¡No puede ni respetar la siesta! Parece que le luce molestarme cuando más a gusto estoy»
—¡Que nos ha tocado la lotería! —repitió ella con voz jubilosa.
El aturdimiento se evaporó de golpe y Felipe se incorporó.
—¿Estás segura?
—Claro que lo estoy. El 27 de abril de 1997, nuestro aniversario. ¡Si lo llevamos jugando desde hace casi veinte años!
—¿Es el gordo? —preguntó con la voz temblando de ansiedad. Esa sería la solución a sus problemas.
—No, el segundo; pero debe de ser un buen pellizco, ¿no crees?
Felipe se desinfló un tanto. Aunque tal vez sería suficiente para perder de vista a esa bruja y marcharse de aquella ciudad con su preciosa Reme.
Cogió el teléfono móvil y buscó en Google; tenía que comprobarlo. Mari era tan tonta que podía haberse equivocado. Pero no, los resultados de la búsqueda daban ese número como ganador del segundo premio. 
—Has visto, es el nuestro. ¡Somos millonarios! —exclamó saltando de alegría.
Felipe se sintió tan feliz que incluso abrazó y besó a su mujer.
—¿Dónde tienes el décimo? —preguntó ella anhelante.
—En mi cartera.
—Voy a verlo —dijo resuelta, y se dirigió al recibidor donde su marido solía dejarla. La impaciencia la consumía.
Felipe se adelantó.
—Lo llevaré al banco. Puede que aún quede alguien allí.
Aunque eran más de las dos de la tarde y estaría cerrado, uno de los empleados era amigo suyo y le haría el favor. Tenía turno de noche y no le hacía gracia llevarlo encima o dejarlo en la casa hasta el día siguiente. Mari no tardaría en propagarlo por todo el edificio.
Ella lo siguió entusiasmada y sin dejar de parlotear.
—¡Dios mío qué maravilla! Podremos terminar de pagar la hipoteca y comprar ese apartamento en la playa que vi hace unos meses. Es una autentica ganga, ya te dije. Toñi se ha comprado uno. Fíjate, seremos vecinas en verano también. Hasta podríamos ir algunos fines de semana si hace buen tiempo. Con la nueva autovía queda a unas tres horas, si el tráfico no es muy intenso, y así…
Felipe apenas la escuchaba. Estaba haciendo sus propios planes. Con su parte, se trasladarían Reme y él a Barcelona y alquilarían un piso allí. A ella le gustaba esa ciudad.
Cogió la cartera y fue a marcharse.
—Enséñamelo —insistió Mari antes de que Felipe saliera por la puerta.
«¡Qué incordio de mujer!», pensó exasperado. La abrió y buscó en los diferentes departamentos. El semblante se le iba ensombreciendo por momentos. ¿Dónde lo había metido? El siempre lo guardaba allí, no podía estar en otro lugar.
—¿No lo encuentras? ¿Pero no decías que lo tenías en la cartera?
—No me pongas nervioso —pidió. La inquietud le entorpecía los dedos y le perlaba de sudor la frente.
—No me extrañaría que se te hubiese olvidado comprarlo. ¡No se puede confiar en ti! —continuó recelosa.
—Claro que lo compré. ¿Acaso se me ha olvidado alguna vez?
—¿Y dónde lo has puesto?
—No sé… Debo de haberlo guardado en otro lugar y ahora, con los nervios, no me acuerdo. Tranquilízate y deja que lo busque con calma —admitió Felipe después de vaciar el contenido de la cartera sobre la mesita del recibidor y comprobar que no estaba. Buscó en los cajones, donde alguna vez dejaba sus cosas, pero ni rastro de él.
—Hasta que no lo vea en mi mano y compruebe que es el número, no me tranquilizaré. ¿Cómo voy a hacerlo si está en juego nuestro futuro? —se quejó ella, caminando de un lado para otro con creciente angustia.
Con el corazón acelerado, Felipe se dirigió otra vez a la habitación. Tal vez lo había metido en el bolsillo de la chaqueta o del pantalón... «¿Qué llevaba puesto el día que lo compré?», se preguntó. Revisó todas las prendas del armario sin encontrarlo.
—¿No lo habrás perdido? —continuó Mari con el rostro desencajado.
Felipe no contestó, tal era el nudo que tenía en la garganta. Estaba seguro de haberlo comprado; vamos, pondría la mano en el fuego. Ahora, lo más importante era no perder la calma.
—¡Lo has perdido! —gritó fuera de sí—. Dios mío, si ya sabía yo que eras un inútil. Para una vez que nos sonríe la fortuna... Si es que no puedo tener ni una pizca de suerte. Soy una desgraciada, eso es lo que soy, y todo desde que te conocí. Ya me lo decía mi madre, que en paz descanse: «No te cases con ese inútil que nunca llegará a nada», y mira como tenía razón la pobrecilla…
Felipe se encerró en el baño y tiró de la cadena en un intento por silenciar la voz de su mujer. La muy víbora, siempre con la misma cantinela. Estaba harto de sus insultos y sus continuos desprecios.
La voz de Mari se fue apagando y Felipe pudo centrarse en lo que más le interesaba en ese momento: averiguar dónde podía estar el décimo de lotería. Intentó hacer memoria. Lo había encargado un mes antes en la administración del centro y fue a recogerlo la semana anterior, el miércoles; sí, estaba seguro.
Repasó mentalmente todo lo ocurrido esa mañana desde que entró en el local. Había varias personas en la cola y tuvo que esperar su turno, lo que le fastidió porque eso le privaba de unos minutos más con la chavala. Cuando al final llegó a la ventanilla, Cosme, el lotero, ya se lo tenía preparado; eran tantos años comprándolo que no había necesidad de preguntar. Pagó con un billete de cincuenta y lo guardó junto con lo que le había devuelto. Salió rápido de allí y se dirigió al piso de Reme.
Llamó al fonoporta para avisarla. A ella no le gustaba que llegara de improviso. Decía que no quería que la viese sin arreglar, aunque él le aseguraba que no le importaba, que estaba guapa de todas formas.
Reme tardó unos minutos en contestar. Estaba en la ducha y no le había oído, le explicó. Cuando abrió la puerta, subió por las escaleras. Al vivir en el primer piso, nunca cogía el ascensor; así evitaba encontrarse con alguien que pudiera reconocerlo. Llamó a la puerta y Reme abrió. Llevaba puesta esa bata con dibujos chinos que tanto le gustaba, y nada debajo.
No tardó en abrazarla. La había echado mucho de menos. La tumbó en el sofá y follaron de forma salvaje; luego pasaron al dormitorio. Ella estaba muy juguetona ese día y él no tardó en ponerse a punto otra vez. Tras el segundo polvo se adormiló unos minutos, no mucho porque tenía turno de tarde y debía pasar por casa a comer. Se marchó y…
Ahora que lo recordaba. Reme le estuvo hablando de un bolso que había visto y que hacía juego con las botas que le había regalado la semana anterior. Lo tuvo que dejar reservado porque no llevaba dinero. Él abrió la cartera y le dio lo que llevaba, unos ochenta euros en varios billetes, con la condición de que la próxima vez que se vieran fuera lo único que llevara puesto. Tal vez le dio también el décimo sin advertirlo, o se le cayó al sacar el dinero o… Algo debió pasar porque no recordaba haberlo visto desde entonces.
Un sudor frío le empapó el cuerpo. Tenía que preguntarle a Reme y debía hacerlo lo antes posible porque Mari no iba a darle tregua hasta que no lo recuperase.
Con la excusa de mirar en el coche por si se le había caído allí, bajó al garaje y se dirigió a casa de Reme como si le persiguiese el diablo. Se pasó un par de semáforos y superó con creces los límites de velocidad, pero su caso era más urgente que el de un infartado camino del hospital.
En pocos minutos llegó al barrio. Al no encontrar hueco para aparcar, optó por dejarlo frente a una cochera con el cartel de vado permanente; total, iban a ser unos minutos.
Olvidando avisar previamente, como siempre hacía, subió raudo las escaleras y llegó en un suspiro ante la puerta del piso. Llamó varias veces. Al principio lo hizo con mesura, no quería alertar a los vecinos. Transcurridos unos minutos, comenzó a aporrearla. Nadie abrió. Llamó varias veces al teléfono de Reme sin obtener contestación; siempre devolvía el mensaje de apagado o fuera de cobertura.
Iba a marcharse cuando se abrió una puerta en el rellano.
—¿Busca a la chica que vive ahí? —preguntó la vecina.
 «Como si ella no lo supiera. Siempre está fisgando», pensó Felipe.
—Sí. ¿La ha visto salir? —Intentó disimular la ansiedad, pero sabía que era imposible.
—Se marcharon hace un buen rato, y cargados de maletas. Me pareció que no tenían intención de volver.
Las rodillas le flojearon y Felipe tuvo que apoyarse en la pared al percatarse del aprieto en el que se encontraba. ¡Si no encontraba a Reme estaba perdido!
De pronto cayó en la cuenta de algo que había dicho la mujer.
—¿Marcharon? ¿Quién iba con ella? —Contuvo la respiración mientras esperaba la respuesta.
—Pues el hombre que vive ahí; su marido, su novio, un compañero… ¡vete a saber! No es que diera muchas explicaciones. —Al ver el rostro ceniciento de él, preguntó con malicia—. ¿No lo sabía?
Felipe se sintió peor que si le hubiesen dado un puñetazo en la entrepierna. «¿No le había dicho Reme que vivía sola?»
—No, yo… —calló. Bastante se estaba divirtiendo esa cotilla como para reconocer que era un auténtico imbécil—. ¿Ha dejado alguna dirección o teléfono?
Ella soltó una carcajada antes de contestar.
—¿A quién? No se hablaba con nadie del edificio y al casero le debe varios meses de alquiler. —Sonrió burlona—. No, hombre; ésa es de las que se esfuman sin dejar rastro. Tenía que haber calado mejor a su… amiga —le soltó con retintín.
«Otro idiota que no sabe reconocer a una fulana ni aunque esté en una esquina con las tetas al aire», se regodeó.
La mujer cerró la puerta y Felipe, abatido, enterró el rostro entre las manos y comenzó a llorar. Reme, su amor; ¿cómo había podido engañarlo así? ¡Si él la quería, le pagaba el alquiler, todos sus gastos y muchos caprichos! Y lo peor de todo era que tenía el décimo premiado y se había marchado antes de que se lo reclamase, estaba seguro.
Tras unos minutos, consiguió reunir el valor suficiente para comenzar a caminar. Cuando llegó a la calle, un policía municipal estaba junto a su coche.
—Buenos días, agente. Ya me marcho. Solo lo he dejado un minuto, mientras subía a por una receta que debo comprarle a mi madre. Verá, es mayor y no puede ir a la farmacia —inventó sobre la marcha con el tono de voz más lastimero que pudo conseguir.
El policía se mantuvo firme.
—Aquí no se puede aparcar bajo ninguna circunstancia, caballero. La grúa está avisada. Tome el resguardo de la multa. Puede ir a recoger el coche al depósito municipal en un par de horas.
Felipe aceptó sin rechistar. No tenía ánimos para discutir con el agente. Tenía un problema mucho más grave en esos momentos: ¿cómo le explicaba a Mari que se habían quedado sin el segundo premio de la lotería de Navidad?

                                                                                                                  © Amber Lake


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